Para continuar con el “espíritu olímpico”, recientemente leí que antes de los Juegos Olímpicos de 2006 en Pekín la ciudad llevó a cabo una traducción y “estandarización” de los nombres de los alimentos en inglés. Esto se hizo para evitar la confusión y los errores que a menudo aparecían en las cartas de los restaurantes. De este modo, el gobierno quería facilitarle el trabajo a los extranjeros a la hora de pedir comida.
Lo anterior me hizo pensar en lo difícil que habría sido la tarea si se hubiese tratado de traducir los nombres de los alimentos al español. Como traductora, uno de los desafíos más grandes con que me encuentro es justamente la traducción de comida. ¿Guisantes, chícharos, petit pois o arvejas? ¿Habas, judías, frijoles, fríjoles, porotos o habichuelas? ¿Chauchas, habichuelas tiernas, vainicas, judías verdes, porotos verdes, ejotes…? Como verán, con frecuencia la traducción de alimentos consume bastante tiempo.
Hace unos meses habíamos hablado de la importancia de conocer el mercado meta, y este es un caso en el cual es fundamental. Si la traducción va dirigida a Costa Rica, por ejemplo, no tiene sentido hablar de batatas, patatas o mandiocas. Asimismo, si nuestro público meta se encuentra en Argentina, no le ofreceremos camotes, cebollinos o fresas.
Y (para dolor de cabeza de los traductores) también los platos cambian de nombre. Como pasó en Pekín, un plato como “chop suey” significa algo distinto de país en país. O algo puede ser un queque, una torta o un pastel.
¿Pero qué sucede si el texto va dirigido a varias regiones? ¿O si recibimos la especificación de “español neutro”? No existe una receta fácil para casos de este tipo, por lo que vale la pena investigar y tomar en cuenta qué palabras se emplean más o son fáciles de reconocer.
En contactarnos si desea evitar confusiones, bodrios, sancochos o bazofias. ¡Y bon appetit!