Es conocida la idea de que el traductor es un lector privilegiado. Sin embargo, creo que nos podemos aventurar a sostener que, más que lector, el traductor es un escritor privilegiado.
A menos de que se recurra al calco, la tarea de realizar una buena traducción no es sencilla. ¿Ella se sentó o ella tomó asiento? ¿Dejamos el sujeto o solo escribimos se sentó? Estas son la clase de preguntas que se hacen los traductores constantemente.
Los traductores toman decisión tras decisión dentro del laberinto del lenguaje y presentan un producto final, algo suyo que moldearon palabra por palabra.
Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con el texto original, las traducciones siempre se comparan. Y esta comparación es un peso que los traductores cargan sobre sus hombros incesantemente. Debido a esto, los traductores (además de traducir) se hacen una serie de preguntas que al escritor ni le pasan por la cabeza: ¿he reproducido fielmente la idea?, ¿he conservado el tono, la música, el estilo?, si el escritor supiera español, ¿lo habría hecho de esta forma?
Asimismo, si se encontrasen errores en el documento original, es tarea del traductor corregirlos. Aunque en el campo de la traducción no existe la solución perfecta, como puede ocurrir en las ciencias exactas, siempre se aspira a la excelencia del producto final. Incluso, entre los traductores más osados, prevalece el anhelo de superar al texto original.
Debido a todo lo anterior es que podemos afirmar que, más que traducir, los traductores reescriben. Y, en el mejor de los casos, se convierten, más bien, en escritores.