Las personas han usado el graffiti como forma de expresión social, política y artística desde tiempos inmemoriales. El surgimiento del hip-hop y la difusión del uso del stencil le permitieron al graffiti constituirse en una forma de arte que goza hoy de cierta legitimidad.
Casualmente, hace un tiempo me referí en una entrada a una app para teléfonos celulares que permite desentrañar la nula estandarización del graffiti, aquella que hace que su comprensión inmediata sea tan compleja, y hasta incluso imposible para el ojo no avezado. No existe una guía de instrucciones para abrirse camino por este sinuoso código, y un símbolo, dibujado por diferentes personas, puede variar ampliamente.
Y así como nadie duda de la relación (ni de la proximidad) que hay entre la traducción y las disciplinas expresivas o creativas, nadie dudaría tampoco que algunos recursos léxico-perifrásicos en la traducción de poesía (por dar solo un ejemplo) constituyen verdaderos acontecimientos artísticos.
Pero ¿podría hablarse de meras traducciones como expresiones artísticas? En abstracto, parece un camino bastante empinado pero si analizamos el caso del artista Mathieu Tremblin, veremos que ha logrado llevar la combinación de la apreciación del arte urbano y la traducción un poco más allá. Gracias a su conocimiento pormenorizado de la escena de arte callejero de Rennes, Francia, Tremblin ha elaborado un recurso artístico propio (y original) a partir de los graffiti pintados en las calles de esa ciudad.
Respetando cuidadosamente el tamaño y el color de las imágenes originales, Tremblin reemplaza las inscripciones usualmente indescifrables por “traducciones” prolijas e inteligibles que posibilitan que el transeúnte ordinario comprenda lo que dicen, transformando un elemento puramente gráfico del paisaje urbano en un código capaz de interpelar a la ciudadanía.