Como traductores, sabemos que una de las cosas más difíciles de traducir es la poesía. La rima, la métrica, la cadencia, la escogencia de palabras, el ritmo: podemos pasar semanas enteras intentando traducir un poema corto. Un poema resulta de la combinación única entre ciertas palabras y hace uso de la música de un lenguaje específico. ¿Cómo debemos enfrentar, entonces, la tarea de traducir poesía?
En su texto «Sobre los aspectos lingüísticos de la traducción», Roman Jakobson afirma que la poesía —por definición— es intraducible. De ser así, al abordar un poema debemos olvidarnos de traducir, y más bien llevar a cabo una “transposición creativa”. Burton Raffel ha sostenido que la traducción de la poesía, si no es poesía “vuelta a nacer”, no es nada.
El poema Digging, de Seamus Heaney, constituye un ejemplo claro de la dificultad de traducir poesía. Comienza así:
Between my finger and my thumb
The squat pen rests; as snug as a gun.
Under my window a clean rasping sound
When the spade sinks into gravelly ground:
My father, digging. I look down […]
Por ejemplo, el escritor y traductor Ezequiel Zaidenwerg tradujo este inicio de la siguiente forma:
Entre mis dedos índice y pulgar
cargo la pluma fuente, como un arma.
Entra por la ventana un ruido áspero
—la pala que entierra en la gravilla—
Y me asomo: mi padre está cavando.
Como podemos observar, la traducción de Zaidenwerg contiene cambios importantes. No obstante, en un caso como la poesía, es justo lo que se tendría que hacer. En lo personal, me parece que la traducción de Zaidenwerg es sumamente acertada. Al alterar hasta los signos ortográficos logra una nueva versión del poema: como dice Raffel, lo ha creado nuevamente.
Sin embargo, surge otra interrogante: ¿Cuánta libertad es demasiada libertad? Al asumir que la traducción de la poesía es imposible y que, como traductores, está en nuestras manos crear un producto nuevo, ¿cuál es el límite, si es que lo hay?