¿Nunca te pidieron que traduzcas un texto corto o que revises una traducción por el simple hecho de saber hablar tal idioma o ser nativo de dicha lengua? Si nunca te lo pidieron, al menos, seguramente habrás escuchado a algún conocido comentar que un amigo le corrigió un documento traducido al inglés porque se crió en EE.UU. o porque vivió muchos años en x país. Ahora bien, ser bilingüe no asegura a dicha persona la capacidad de traducir. El bilingüismo se entiende por la habilidad de comunicarse en dos idiomas diferentes de manera indistinta, con la salvedad de que el manejo de dichas lenguas puede no estar perfeccionado a nivel profesional.
La diferencia entre manejar dos idiomas y perfeccionarlos puede ser tan delgada como abismal. Delgada, porque quien puede entender y hacerse entender en un idioma distinto del materno tiene la capacidad de interpretar ideas y conceptos en un idioma extranjero tanto como un estudioso de dichas lenguas. Sin embargo, comprender el concepto de una idea es el primer paso, aunque el más importante, de la tarea de un traductor. La diferencia entre ser bilingüe y saber traducir es delgada hasta este punto inicial. Luego, se agranda. A medida que agregamos a la tarea de traducción todos sus complementos. Esto es ir más allá de la idea, es decir, analizar la lengua: identificar el estilo y el registro en que un texto está escrito; distinguir y aplicar reglas ortográficas y gramaticales; y poder transmitir el concepto de la idea manteniendo el estilo y el registro del idioma fuente. Esta sutil pero vasta diferencia hace que una persona bilingüe pueda interpretar un mensaje en otra lengua, pero corriendo el riesgo de no poder, así, transmitirlo de forma fiel al idioma fuente. Así diferenciamos a un profesional de la traducción de una persona bilingüe.
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