El surgimiento y posterior masificación de una amplia gama de herramientas de comunicación escrita han dado lugar a una vasta serie de cambios en la forma en la que las personas plasman sus lenguas en palabras.
En los últimos tiempos recibí más de un correo electrónico, parte de lo que comúnmente se denominan “cadenas de mails”, en los que se advertía sobre los peligros que supone dejar que la instantaneidad, la brevedad y la informalidad prevalezcan sobre la corrección y repercutan negativamente en la forma en la que nos comunicamos.
¿Es acaso este un fenómeno inédito? ¿Acaso nadie en el pasado puso el grito en el cielo para que los idiomas no variasen? Muchos académicos poco afectos al diacronismo vienen sosteniendo la importancia de proteger el status quo lingüístico e impedir la mutación de la lengua, ya sea a causa de los medios de comunicación interpersonal o por el motivo que fuera.
¿Sería posible pensar en las contracciones como un antecedente del fenómeno al que hacemos referencia? Al menos en lo que a la lengua inglesa respecta, en tiempos isabelinos, por ejemplo, Shakespeare supo emplear contracciones en diálogos (“But he’s an arrant knave”—Hamlet), en títulos (All’s Well That Ends Well), y en sonetos (“That’s for thyself to breed another thee”).
Addison, Swift, Pope y otros autores comenzaron a plantear sus reservas en cuanto a su validez, si bien las personas educadas las utilizaban de manera rutinaria al hablar. Para fines del siglo XVIII las contracciones cayeron en desgracia; eran toleradas en la oralidad pero eran consideradas vergonzosas por las autoridades lingüísticas en la escritura. Las contracciones permanecieron en la oscuridad hasta principios del siglo XX cuando los formadores de opinión empezaron a entrar en razón.
No obstante, uno de los padres de la lingüística moderna estableció a principios del siglo XX una diferencia muy atinada entre lengua y habla, donde la primera comprende todo el andamiaje normativo que busca regir la puesta en práctica de la segunda. Desde luego, Saussure no se refería a los mensajes de texto sino a las modificaciones naturales y esperables que nuestra lengua sufre cuando es puesta de manifiesto en un acto de comunicación dado.
Se advierte que la adopción generalizada de los mensajes de texto entre los preadolescentes podría estar socavando sus habilidades gramaticales. Se estima que los jóvenes de entre 13 y 17 años escriben más mensajes al mes que cualquier otro grupo de edad – un promedio de 3.294 mensajes de texto mensuales.
Lo que no se advierte, al menos en las cadenas de mails, es que los idiomas cambian (y con ellos, sus normas), ya sea por los medios de comunicación, por entrar en contacto con otros idiomas, por la influencia de una cultura sobre otra, etc.