La comunicación es una bella ilusión, una farsa de la que somos parte, en la que nos gusta reconocernos a nosotros mismos y que revivimos a diario.
Creemos que nos comunicamos, que nos entendemos con precisión, cuando tan solo nos “entendemos” de mera casualidad. En ese esfuerzo por comunicarnos, logramos reunir apenas algunos pocos fragmentos de aquel sentido que el otro deja allí flotando, suspendidos en el éter del medio, y con ellos, reconstruimos nuestra propia interpretación de lo que los otros nos dicen, conjurando un nuevo sentido distinto de lo que realmente se dijo o está ahí en realidad.
Pero detrás de toda esa abstracción, tan artificial y tan humana, existe un lenguaje superior que nos habla en secreto, y que nos insta a decodificarlo.
¿En qué consiste ese lenguaje de la naturaleza y cómo pretende que lleguemos a interpretarlo?
La lengua tal como la conocemos, no es más que una abstracción humana, tribal incluso, nacida de la necesidad que tenemos de expresarnos para no morir aislados, puesto que somos, en definitiva, seres sociales por naturaleza.
Pero ¿No existe ya un lenguaje universal que la antecede?
¿No existe acaso un patrón? ¿Una estructura?
Invariablemente, como presa de su inescapable circuito, Me encuentro retornando, una vez más, a la figura del círculo.
Esa figura que trazada en el aire parece contener la impronta autoral del universo. La inconfundible marca del creador. El Alfa y el Omega cerrándose sobre sí mismos hacia un todo incontenible.
Galileo dijo una vez que no podemos pretender comprender el universo sin aprender a entender primero el lenguaje en el que éste fue escrito. Para Galileo el lenguaje del universo es el lenguaje de las matemáticas, y las letras que lo componen son sus triángulos, sus círculos y un sinfín de otras formas geométricas que lo constituyen. “Sin este lenguaje” dice Galileo… “Los humanos no pueden entender una sola palabra del universo en el que habitan”. Sin ese lenguaje, vagamos a tientas, errando por un laberinto oscuro e insondable.
Esta noción, hace a la intrincada cuestión de la comunicación tanto más interesante y compleja.
Pensándolo así, la traducción, como oficio y como herramienta, sería tanto un arte como una delicada y peligrosa alquimia. Una artesanía de cuidada confección casi cercana al orden de lo mágico y lo extravagante. Ya no hablamos de deconstrucción y reconstrucción, como lo haría Derrida, o de abogar siquiera por la fidelidad a un sentido unívoco y primigenio que antecede al “producto”. Hablamos en cambio de preservar el alma del texto como un cometido místico. Como un deber supremo de proteger y transicionar ese hálito de vida que no tiene origen ni pertenece a una sola lengua, sino que vibra simultáneamente en todas las frecuencias.
En esto, la labor superior del lingüista lo emparenta de alguna manera con la cualidad intrínseca del poeta.
En la lengua inglesa uno puede referirse al poeta como a un “wordsmith”, es decir, una especie de herrero de las palabras.
El concepto de este vocablo evoca esta misma idea de oficio, de cuidada artesanía, pero también de un constructo que puede esgrimirse con un arma, noción que también nos retrotrae a un pensamiento recurrente: “La lengua es la primer arma que se desenfunda y se esgrime en un conflicto.” Luego vendrá todo lo demás.
Resulta cuando menos curioso que se aplique esta noción del «herrero» para referirse a quien trabaja con algo tan etéreo y elusivo como son las palabras y la lengua, aunque el impacto de su aplicación pueda generar efectos tan concretos y tajantes sobre el plano de lo real.
Después de todo, más puede la pluma que la espada.