Como quedó claro por las opiniones vertidas en el artículo Cómo matar un idioma, no soy una gran defensora de los organismos reguladores del idioma. Y al volver a reflexionar sobre este tema, me doy cuenta de que tampoco estoy de acuerdo con la designación de un idioma como el idioma “oficial” de un estado, país, etc. Sinceramente, no me interesa que otros países decidan designar a un idioma como el oficial, pero particularmente me indigna el alboroto que se generó en los Estados Unidos para designar o no al inglés como el idioma oficial (tanto a nivel estatal como federal).
Está de más decir que el inglés es el idioma más hablado en todo el territorio de los Estados Unidos y que hay una esperanza razonable de que la mayoría de los inmigrantes del país aprendan inglés de una u otra forma (principalmente por necesidad). No obstante, es absurdo pensar que deberíamos obligar a la gente a que hable el inglés. Esto es, lisa y llanamente, una mala idea.
Un buen punto de los defensores de la iniciativa del idioma oficial es que el gasto público se reduciría al dejar de emitir documentación en un segundo o tercer idioma. Es un buen punto, pero, ¿ese material oficial exclusivamente en inglés va a llegar a la misma cantidad de personas y se utilizará (formularios, encuestas, etc.) con fines prácticos y estadísticos con el mismo grado de eficacia? Me temo que no. Y perder el contacto no sólo con los ciudadanos, sino con el público en general (residentes legales e ilegales) es probablemente uno de los principales efectos de dicha política.
Y, fundamentalmente, designar al inglés como el idioma oficial sólo servirá para retardar el proceso de difusión del plurilingüismo por toda la población, una cuestión básica para nuestro futuro económico. Comparados con muchas otras naciones del mundo, lamentablemente los estadounidenses son monolingües y a medida que se aproxima el momento en que la población latina supere a los caucásicos, la necesidad de estimular (como mínimo) el bilingüismo se torna un asunto urgente.
No nos olvidemos de que los Estados Unidos son una nación de inmigrantes y solamente algunos de estos pioneros hablaban inglés. Si comenzamos a designar idiomas oficiales, podría convertirse en una actividad sin fin, ya que las minorías reclamarían la inclusión de sus idiomas en la alineación oficial, como es el caso de Sudáfrica, ¡que cuenta con 11 idiomas oficiales! Seguramente, no repercutirá en un ahorro potencial que la documentación oficial tenga que emitirse en media docena de idiomas o más en lugar de un máximo de dos o tres (situación actual).
En síntesis, el orgullo lingüístico es un vicio, no una virtud. En definitiva, tiene una dosis de entretenimiento ver a hablantes nativos de inglés despertarse frente a la realidad de tener que aprender, al menos, un segundo idioma. Tendremos que observar cómo se desarrolla esta cuestión dentro de una generación… Esperemos que los Estados Unidos continúen sin regular estas cuestiones culturales: una diferencia respecto de los demás países de la cual estamos orgullosos.