Antes del comienzo de la Edad Media, el latín era el idioma utilizado por las personas educadas para transmitir sus conocimientos, tanto religiosos como académicos. Incluso después del inicio de la época medieval, el latín siguió siendo el idioma de elección, pero la lengua vernácula comenzó a infiltrarse en los círculos tanto religiosos como académicos, y los traductores comenzaron ejercer presión para que se usaran las lenguas locales en la vida cotidiana. La lengua vernácula comenzó a ser de utilidad no sólo para la transmisión de contenido religioso (la traducción de la Biblia fue, sin duda, lo más importante en términos de impacto), sino también con fines literarios, sobre todo en lo que respecta a las sagas y las fábulas.
Los escritores en la Edad Media solían asumir ellos mismos la función de leer y «recrear», en cierto modo, una historia o un poema de un idioma diferente (digamos del latín o del griego) y traducirlo a inglés, francés, alemán, respectivamente. Sin embargo, muchos de estos escritores se tomarían la libertad de hacer algunos cambios, junto con la traducción, lo que daría lugar a un producto final que difería en gran medida del original. Esto sucedía porque la traducción se asociaba a menudo con el proceso de la interpretación en persona de los textos y los escritos, y los cambios no eran mal vistos, sino que les atribuían crédito y elogios dependiendo de lo bien que los llevaran a cabo. La traducción y la interpretación de los textos más antiguos, como los clásicos griegos y las fábulas y poemas romanos, fueron de nuevo el centro de atención pública también durante el Renacimiento, cuando la gente comenzó a ver retrospectivamente aquellos tiempos para encontrar en ellos la inspiración de cómo debería ser la vida. De ese modo, era mucho más importante traducir hacia los idiomas que más y más personas pudieran entender, no sólo en latín, con el fin de que los clásicos tuvieran un alcance mucho más generalizado.
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