Para muchos entre cuales Umberto Eco, los traductores nacen, no se hacen, es una vocación de la cual se enamora y a la cual dedica gran parte de su vida. La traducción es una forma de creación (literaria, artística, y científica) aunque el traductor nunca llega a ser famoso como el autor y su nombre aparece en minúscula. Las herramientas visibles son pocas: una silla, un escritorio, un teclado y una computadora con programas que el equipo de IT siempre actualiza para responder a las exigencias tecnológicas. Lo invisible seria todo el arsenal de software, plataformas de traducción y la infinidad de “trucos” atrás de eso que utilizan los traductores para completar la traducción, edición, revisión y los otros servicios relacionados.
No se trata seguramente de un trabajo muy dinámico sino de una profesión que requiere un excelente conocimiento lingüístico, paciencia, concentración y muchos libros leídos en detrimento de una vida movida al aire libre. Raquel Albornoz considera que son tres los requisitos irrenunciables de un buen traductor: un profundo conocimiento del idioma extranjero (o idioma del texto original), el perfecto dominio de su propio idioma y el talento necesario para poder utilizar correctamente todos los medios expresivos que este pone a su disposición.
Un caso especial lo representan los traductores autónomos que pueden viajar, pasar tiempo en lugares distintos y seguir con sus proyectos (siendo nativos de idiomas poco comunes como los escandinavos o los asiáticos). El traductor contratado, así como cualquier empleado de una corporación, trabaja sentado en su silla, en mucho silencio, subiendo y bajando la potencia del aire acondicionado, actividad interrumpida solo por alguna reunión o pausa para alimentarse. Su imaginación viaja junto a los documentos por los distintos lugares, situaciones y épocas, intentando descifrar primero las claves de lectura para proponer luego la mejor versión de los textos origen al idioma de destino, respetando las instrucciones y la fecha limite que piden los clientes.
Para alguien que no entiende este tipo de trabajo, ver una persona salir de su escritorio sonriendo o angustiada después de pasar unas horas durante las cuales ni se movió de su silla ergonómica o habló con alguien, podría parecer por lo menos extraño. Sería difícil explicarle que se siente después de haber traducido algún libro infantil en Español de Guatemala, editado un reclamo de una señora en la Comisaria en Portugués de Brasil o finalmente realizado una revisión a una sentencia de divorcio del 1960 en Francés de Canadá.