En la Edad Media, período durante el cual la gran mayoría de la población era analfabeta, las habilidades de la lectura y la escritura eran campo de acción de la Iglesia y, en particular, de los monasterios, donde los monjes transcribían una y otra vez diferentes escritos (por lo general de carácter religioso) para preservarlos a lo largo de los años. Esta actividad se llevaba a cabo de forma manual y por eso estos religiosos recibían el nombre de “copistas”.
La naturaleza monótona de la vida monástica era desgastante y el trabajo del calígrafo, muy ingrato. Los copistas trabajaban en ambientes cerrados, a la luz escasa de las velas o lámparas de aceite, lo que les provocaba graves problemas visuales. Algunos incluso llegaban a perder la visión por completo. El cansancio y el aburrimiento aparejados les ocasionaban lapsos de concentración que se traducían en errores ortográficos, omisión de algunas palabras y manchas de tinta. En algunos casos hasta llegaban a escribir garabatos en vez de palabras reales. Era común también que los copistas añadieran dibujos en los márgenes o comentarios que expresaban sus sentimientos al llevar a cabo esta tarea, como por ejemplo “tengo frío” o “esta página es muy difícil”. Este fenómeno se conoce como “marginalia” y era duramente castigado.
Más allá del claro daño que estos errores ocasionaban en la perpetuación de las obras, la falta de atención era considerada un grave pecado. La figura de Titivillus, un pequeño demonio que coleccionaba trozos de los Salmos, fue un personaje creado en broma que les permitía a los copistas justificar sus erratas. Según se creía, Titivillus estaba obligado a encontrar tantos errores al día como para llenar mil veces una bolsa que llevaba consigo. Después bajaba al infierno, donde cada error era escrupulosamente registrado en un gran libro. Al lado de cada uno anotaba el nombre del monje que lo había cometido, para que pudiera leerse el Día del Juicio Final. También se lo responsabilizaba de charlas ociosas, malas pronunciaciones, olvidos momentáneos, murmuración, omisión de palabras, falta de atención o tartamudeos.
Durante algún tiempo, los monjes comenzaron a tener más cuidado. Si bien hubo una época en la que los errores disminuyeron, con el surgimiento de las universidades los copistas, sobrecargados de trabajo, comenzaron a cometer más errores que nunca. Sin embargo, negaban toda responsabilidad por ellos, diciendo que el diablo los había tentado para que se equivocaran y Titivillus, reconocido como el autor de las erratas, se convirtió en una suerte de “chivo expiatorio” que los absolvía de culpa y cargo.
Aunque años después, con el surgimiento de la imprenta, estos problemas se eliminaron, el personaje conservó su popularidad. Muchas fes de erratas comenzaban echándole la culpa al diablo, por ejemplo. El personaje en cuestión pasó a ser simpático y también se hizo famoso en el teatro y en las narraciones satíricas y cómicas, conocidas como “teatros de misterio”, que criticaban la vanidad del ser humano.