Hace unos días leí en otro blog algo que, como poco, no me dejo indiferente. La persona que escribía el mismo decía, a su vez, lo sorprendida que se encontraba por una charla que había mantenido con un amigo escritor. En esta conversación, le preguntaba de cuál de sus libros se sentía más orgulloso y el escritor le respondió que del primero, al preguntarle su amigo el porqué le dijo: «porque fue el único que escribí sin preocuparme de si después iba a ser traducido o no». Como comprenderán, esta respuesta es bastante impactante, pues supone que los escritores hoy en día, principalmente aquellos de renombre mundial y cuyas obras se publican a nivel mundial, no escriben con total libertad, sino que se encuentran restringidos, limitados por este hecho. Personalmente, como traductora profesional, me crea, cuanto menos, opiniones encontradas al respecto. Por un lado, la traducción literaria es una de las más complicadas que existen, porque no sólo tienes que encontrar la terminología adecuada, el contexto en el que se desarrolla y comprender todos los giros y expresiones lingüísticas sino que también debes descubrir lo que subyace, la ironía, el doble sentido, las metáforas que en nuestra lengua puedan no tener sentido… por todo ello, que el escritor tuviera en cuenta estas cuestiones facilitaría considerablemente la labor del traductor. No obstante, por otro lado, como lectora acérrima que soy, no me gusta pensar que las obras que leo son, como casi todo, un producto comercial sujeto a otras cuestiones que no sean puramente el arte de escribir, de transmitir otras realidades a millones de personas tal y como las ideó una sola…
Creo que es un tema de debate bastante interesante, ¿deben los escritores limitar su capacidad creativa en favor de la venta comercial? ¿Un traductor no puede reflejar todas y cada una de las ideas que dicho escritor transmitió en su lengua origen?