Cuando una persona o empresa necesita una traducción, muchas veces considera que el camino más económico y sencillo es hacerlo por su cuenta. Alguien conoce a alguien que habla el idioma al que debe ser traducido el documento… ¿qué puede ser más fácil y barato?
Antes de responder a esa pregunta, déjenme contarles lo que le sucedió a una persona a quien llamaremos Marta y que es dueña de una pequeña empresa. Marta tenía un documento de 20 páginas, con texto y gráficos, para traducir del español al inglés y al portugués. Decidió pasárselo a un amigo que “sabía bien inglés” y a una persona que conocía en Brasil; después enviaría las traducciones a su diseñadora de siempre para copiar el formato original.
Fácil, ¿no?
Bueno, eso parecía. Hasta que Marta se topó con una serie de inconvenientes (mayores y menores) que le hicieron pensar en qué se había metido. En primer lugar, le explicó a cada traductor lo que tenía que hacer, le dio una fecha de entrega, y supuso que no volvería a saber de ninguno de ellos hasta ese momento. Pero ambos volvieron a comunicarse con ella la semana siguiente, contándole diversos problemas: a uno se le había roto la PC y no sólo había perdido el trabajo sino el archivo original, que necesitaba de vuelta; el otro había estado enfermo, y necesitaba dos días más de plazo para completar el trabajo.
Cuando finalmente Marta tuvo las traducciones en sus manos (una semana después de la fecha esperada), se dio cuenta de que no estaban tan bien como esperaba. En inglés, sobre todo, le sonaba decididamente mal. No era que no se entendía; era que había errores y, para muchas cosas, una mejor manera de decirlas. Le llevó otros dos días – dos días en los que no pudo hacer el resto de su trabajo – revisar, corregir y controlar la consistencia de determinados términos que le parecían clave. Luego le envió a su diseñadora el original y las traducciones.
Esa misma noche, en medio de la cena familiar, recibió un llamado de la diseñadora diciendo que le faltaban textos. A la mañana siguiente, muy temprano, tomó un taxi y fue al estudio donde descubrió, azorada, que los gráficos y tablas estaban sin traducir y que todas las referencias habían quedado fuera de lugar. Marta se quedó todo el día en el estudio de la diseñadora, trabajando codo a codo con ella para lograr que los documentos traducidos estuvieran listos para la presentación del día siguiente. Afortunadamente, la amenaza de tormenta y el consecuente corte de energía eléctrica se desvanecieron con el correr de las horas.
¿El resultado final? Unos documentos “pasables”, que podrían haber estado perfectos usando mucha menos energía. La enseñanza de la Ley de Murphy – “Todo lo que puede salir mal, saldrá mal”- es que es importante considerar todas las posibilidades, sobre todo cuando el factor humano tiene tanto peso. Por ejemplo:
- Los amigos no son necesariamente los mejores traductores. Ni los asistentes, como en este caso del famoso letrero en galés.
- Salvo raras excepciones, sólo los traductores nativos pueden hacer que un texto parezca original y no “traducido”, evitando cualquier tipo de ruido en la comunicación.
- A menos que se tenga un sólido conocimiento del idioma de destino de la traducción, es necesario que otra persona que lo tenga haga el control de calidad.
- Un equipo de traductores, editores y diseñadores – coordinados por una sola persona, un director de proyecto, y con muchos recursos tecnológicos a disposición – puede enfrentar mejor las contingencias que un individuo.
Aunque resulte obvio, el tiempo invertido en todo el proceso ES dinero. Taxis, llamados telefónicos, días de trabajo perdidos, servicio de niñera, estrés y horas de sueño perdidas… todo eso puede medirse en términos económicos y compararse con los costos de traducción de una agencia.
Lo peor tal vez sea que el resultado final no fue óptimo. Entonces, la respuesta a la pregunta inicial es que una agencia de traducción profesional puede ser el camino más sencillo y, a la larga, el más económico.