En un idioma, hay pocos aspectos que resultan tan interesantes e intrigantes como la capacidad de innovación y creatividad que sirve como base de una lengua viva. Sin estas características, los idiomas se paralizarían y se embarcarían inevitablemente en el camino de su desaparición lingüística. No obstante, en muchos idiomas existe una minoría de nativos que están encaprichados en mantener la pureza y la singularidad de su lengua, resistiéndose al cambio y a la evolución de la lengua, a la adaptación a nuevas realidades, tecnologías, etc.
La manifestación más notable de esta tendencia puede encontrarse en la abundancia de cuerpos reguladores que esencialmente deciden qué se considera y qué no se considera parte de un determinado idioma. Indudablemente, entre estas instituciones existen algunas que se resisten a todas las influencias externas (por ejemplo, la Academia francesa) y otras que son más permeables a los aportes externos. Las más obstinadas de todas ellas son, definitivamente, las que no aceptan innovaciones ni cambios que se originen dentro del mismo grupo de hablantes nativos… un sentido de puritanismo que la mayoría de la gente encuentra sofocante.
El inglés es relativamente único entre los idiomas principales de todo el mundo por cuanto no cuenta con este organismo regulador. En consecuencia, no es sorprendente que el uso del inglés estándar fluctúe increíblemente y evolucione a un ritmo fenomenal.
En mi opinión, considero que cualquier premisa de estos organismos de regulación es completamente absurda y estimo que su efecto a largo plazo es el de disminuir la relevancia y versatilidad de cualquier idioma. Es más, parecería existir un fuerte dejo de xenofobia e ideas de superioridad cultural dominando a estos organismos, lo que sólo logra reforzar mi desprecio por ellos. Afortunadamente, en muchos idiomas los nativos dejan de lado las “normas” establecidas por estos organismos y, de esta manera, garantizan el vigor y la capacidad de adaptación de su idioma.