Se comenta que la vida se mide en momentos, sin embargo, la vida tanto de un traductor como de cualquier persona que trabaje en una empresa de traducción se mide en tiempo, en horas, segundos: en fechas de entrega. Muy pocas veces un traductor puede llegar a tener la posibilidad de pensar en una fecha de entrega como algo más a largo plazo y que a su vez otorgue cierta tranquilidad. Por la misma senda camina el gerente de proyectos, que al tener de cinco a diez entregas diarias difícilmente conoce tal cosa como “estar completamente relajado”.
Todas estas denominaciones, como “relajado” y “largo plazo”, me llevan a pensar sobre la forma en que se utilizan ciertos términos que son particulares del ambiente de la traducción: escuché decir que el español es un idioma más romántico que el inglés, pero hay ciertas cosas que no quedan tan bien plasmadas como en el idioma sajón. “Fecha de entrega” es una denominación bastante generosa comparada con la más dramática “deadline” del inglés.
Para tener una impresión más correcta del asunto, cuando un humano necesita un desfibrilador porque su corazón ya no late, se dice que hay un “flatline”, algo mucho menos drástico que de una “deadline” (lo que habla por sí solo). Lo importante para un traductor es mantener lo más lejos posible una de la otra, porque aunque parezcan ser dos términos aislados, es común sentir que una puede llevar a la otra.
Pero hay que verle el lado positivo (porque en efecto, existe). Una vida llena de “deadlines” provoca el origen de una capacidad de autocontrol y gestión propia muy superior a la del humano corriente. Se desarrolla una aptitud de organización y atención constante, que podría considerarse casi que un sexto sentido. Porque se aprende a vivir a contrarreloj y a caer siempre parado. Es verdad que los nervios se alteran y la paciencia decae, pero es parte de la labor, porque llevar una vida llena de fechas de entrega hacen que uno se vuelva lo suficientemente fuerte como para que un rejunte de “deadlines” no se tornen en una “flatline”.