Desde la Piedra Rosetta en adelante, la historia de la técnica aplicada a la traducción transcurrió sin mayores sobresaltos hasta la modernidad, período en el cual se suscitaron una serie de cambios en órdenes tan diversos como profundos de la vida de las personas. Por ejemplo, la idea de la máquina moderna implicó un cambio radical respecto de su par medieval. Si la máquina medieval emulaba las funciones musculares, su versión moderna empezaba a emular funciones del sistema nervioso central. En el podio de las invenciones modernas, junto a la fotografía y el gramófono, se destaca la imprenta. Johannes Gutenberg (1398–1468) fue un herrero alemán que inventó un tipo de impresión mecánica móvil que dio origen a algunas de las más significativas transformaciones sociales en la historia porque afectó los intereses de la iglesia católica echando por tierra su monopolio de producción y reproducción de contenidos.
El surgimiento de la imprenta constituyó un hito fundamental para la labor de los traductores, cuyos recursos no solo abandonaron los reductos de las elites eclesiásticas sino que pasaron a multiplicarse exponencialmente en paralelo al ascenso de la burguesía europea, que empezaba a iluminarse gracias a la democratización del conocimiento propiciada por la invención de Gutenberg. La industria editorial, consecuencia directa del libre mercado y la ilustración moderna, estandarizó la actualización periódica de contenidos mediante «ediciones». Estas ediciones, de manera similar a lo que ocurre con los modelos de autos, los electrodomésticos y los productos de consumo masivo en general, eran mejoradas/ampliadas respecto de sus versiones anteriores de modo tal que, en el caso de los diccionarios por ejemplo, pasaban a incorporar nuevos vocablos y términos siguiendo un mecanismo que requería de la homologación por parte de la academia y los organismos competentes.
De este modo, un traductor en poder de una versión más reciente de un diccionario contaba con recursos más amplios y actualizados que uno con una edición anterior. Es así que, hasta fines del siglo XX, el acceso de un traductor a los recursos editoriales estaba totalmente condicionado por su ubicación geográfica respecto de los centros de producción de material bibliográfico. Y la realidad es que los cambios en el lenguaje no saben de las leyes del mercado ni de la periodicidad con la que se reeditan los textos, y lo que no entraba en una edición de un diccionario debía esperar a ser confirmado por la autoridad correspondiente para luego ser incluido en la versión siguiente. De este modo se establecía una división entre los términos alcanzados por una edición y aquellos marginados, que pasaban a conformar un caos solo abordado por ediciones especializadas, como si los idiolectos, sociolectos o cronolectos fueran entidades excluyentes impedidas de nutrir y eventualmente integrar el corpus de los diccionarios generales.
Es por esto que la aparición de internet vino a subsanar esta dependencia a la que estábamos sujetos los traductores. Además de tornar irrelevante la ubicación geográfica en cuanto al acceso a los distintos recursos bibliográficos (en el caso de quienes traducimos de y al inglés, respecto de Inglaterra o Estados Unidos), en los últimos años internet se confirmó como un espacio sustancialmente más libre de toda homologación y periodicidad necesarias para la edición de un diccionario propio de la era moderna. Recursos como WordReference, por ejemplo, además de los contenidos propios de un diccionario, a menudo incluyen una sección de foros que permite que los usuarios realicen interconsultas con otros traductores sin tener que esperar a que el recurso se actualice o que los términos se homologuen.
Entonces, si la imprenta liberó los contenidos de los grilletes de las elites, internet parece haber llegado para liberar los contenidos de las limitaciones inherentes a su materialidad.